En casa, los días previos al 9 de Julio tenían un ritual propio. Íbamos a buscar la bandera, esa que descansaba el resto del año doblada con cuidado, esperando su momento. La misma que flameaba en fechas patrias o en los partidos de la selección, pero que en esta fecha tenía otro peso, otro orgullo.
La colgábamos en la ventana, como hacían los vecinos, como hacían nuestros abuelos. Era un gesto simple, pero lleno de sentido. Porque cada 9 de Julio no solo celebrábamos la independencia, también nos reencontrábamos con una parte de nosotros: con la historia, con la identidad, con esa emoción que solo despierta ver la celeste y blanca ondeando al viento.
Y así, año tras año, la bandera volvía a su lugar. No por costumbre, sino por convicción. Porque aunque pasen los años, hay símbolos que siguen diciendo quiénes somos.
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